Revista Lápiz n. 54
Revista Lápiz, nº 54

Pilar Insertis
La memoria pintada
por X Antón Castro

La manera más simple de reducir el trabajo de cualquier artista a los aportes de su justa diacronía es a través del viaje. Y si el artista es joven el camino será más corto, aunque no por ello menos apasionante. El trabajo como viaje puede establecer, sin duda, una dimensión más bien acertada de su trayectoria, la sorpresa favorable de las muchas preguntas que se permite hacer el artista durante la ruta y si su continuo cuestionamiento logra establecer el equilibrio entre la reflexión lo que pretende y el resultado.
Como un meteórico viaje, aunque con todas las seguridades que le permitía su mirada crítica, podemos penetrar en los últimos años del trabajo de Pilar Insertis (Madrid, 1959), en la ruta sinuosa que comenzó como en aquella lejana elegía de Alberti de la niña que imaginaba recorrer mundos fantásticos a través de un atlas con su dedito convertido en blanco velero. Que, por otra parte, no dista mucho del real interés viajero de Pilar Insertis («Mi padre alimentaba mucho mi interés porque entonces viajaba continuamente a sitios remotísimos, como la India, Bali, Sri Lanka, la Patagonia… y me traía todo tipo de documentación»).

Y entre esa necesidad de desplazarse y la de hacer «marchar» el proyecto las etapas se alimentaban con sucesivas y recíprocas confrontaciones, en la experiencia de nuevos materiales, la valoración totalizadora de la pintura en su tradición más permeable e irónica o travestida, taladrando todas las morales en la aparente trivialidad del paisaje, recorriéndolo entre agujeros y cenobios, en los orígenes que buscaba al hombre de la caverna paleolítica o en el Adán de la Creación de Miguel .Ángel. Pero ella puede permitirse freír el insidioso travestismo de la historia que reutiliza constante y conscientemente entre la ascesis o la mística de los conceptos, la ironía duchampiana, el renacimiento italiano o la admiración por Lovecraft. El paisaje marca un referente sólido y quizás un origen en su pintura, el punto más incisivo, porque incluso su obra más reciente, y pienso en cuadros más conceptualizables, como «Li-tai-pei» depura la antigua visión más clásica, pero constatan un ‘topos’ geográfico. En «Paisajes», la muestra del verano 87 en la Sala Amadís, el trayecto, a través de siete pintores, permitía vislumbrar los síntomas de la variabilidad y desde el ojo más ético de Fernández Saus o Matamoro, el término perdía progresivamente su imagen asociada al acercarnos a Lorente, Maldonado, Lita Mora y, sobre todo, a la ‘Torre de marfil» de Pilar Insertis.

Pero seguía siendo paisaje que se ejercita, al final, como un profundo pretexto, «un vehículo de comunicación -según ella para llegar a diferentes lugares, mentales o físicos». Mis primeros contactos con la obra de la pintora madrileña parten del 85, en el «Punto» de aquel año y en la Primera Muestra de Arte joven del Círculo. Y ya entonces se adivinaba la ironía corrosiva, quizás un poco aletargada en la importancia de los emblemáticos personajes que disociaban, en una ambivalencia muy contrastada, la validez del conjunto: la figura y el paisaje. figuras portentosas, apoyadas en la ‘terribilitá’ grandilocuente de su humanidad, dibujadas con líneas precisas, agresivas a veces, chocando en cruel impacto con la impermeabilidad de la naturaleza de fondo, experimentada con más devoción en los componentes matéricos. La confrontación Wolffliniana entre lo lineal y lp pictórico que tan bien entrevió Fernández Cid en un ajustado juicio de aquel periodo, la oposición de contrarios, lo clásico de las figuras masculinas, en su versión renacentista desde una parodia colosalista miguelangelesca en la Capilla Sixtina del equívoco -al que conscientemente nos llevaba la pintora- y lo barroco que se difuminaba en una «oscuridad» impalpable. Disociación, de nuevo, que, si bien hoy persiste con una depuración  fecunda y personalísima, genial tantas veces, podía remitirnos a la eclosión en la figuración de los primeros años ochenta. La  aclaración nos viene de sus propias preferencias entonces y transcribo sus palabras de una entrevista de 1985: «No lo puedo evitar: me gustan Kiefer y Barceló, pero también los clásicos, por supuesto, Goya, Massaccio o Miguel Ángel…» Lo que ha pasado es obvio: la progresiva maduración en el viaje y la depuración de su trabajo permiten aportar también una explicación a sus preferencias actuales y si antes las admiraciones se reflejaban en los resultados de sus obras de manera más clara -pensemos en la figuración un tanto expresionista que era hija del contexto-, hoy, el «retorno» a las fuentes originales permite que se apropie de sus conceptos sin la utilización de intermediarios. Pero curiosamente en cualquiera de aquellas obras seguía presente el principio de la ironía: lo que subyace desde entonces, es la doble lectura, el equívoco, incluso en la presencia de los animales cuando se mezclan con los humanos en el paisaje y todo fue adquiriendo un sentido. Quizás ambos se fusionaron en un representante absoluto: el «Homo Antiquus».

¡Escribe, escribe!, «Lagarto, lagarto», «Encuentro con serpiente» o «Maternidad» son ejemplares que marcan aquella época de referencias, donde lo literario podía ser evidente – en «Bomarzo» era consciente la intención-, asumidas como poética de la confusión buscada, la mezcla y los contrastes, según me dibuja la situación desde su estancia neoyorquina actual, la contradicción quizás, y, en cierta medida -ella tiene el valor para afirmarlo sin rubor- el escándalo estético de la transvanguardia. Metáforas evidentes que, poco a poco, rompen la lectura unívoca que podía hacerse por refracción a aquel periodo invasor de los primeros años ochenta, cuyo paradigma de personajes fulgurantes puede verse aún en «Maternidad», que, aunque con enclaves en la serie del «Horno Antiquus» por la iconografía de la figuras, se aleja ya, en cuanto a que éste equilibra la ubicación del elemento humano en el paisaje, fundiendo ambas naturalezas. Y es aquí donde uno se permite situar el meteórico viaje –al menos a mí me lo parece- de Pilar Insertis hacia una historia mucho más reposada.

Una cronología especial: 1986. Pilar Insertis es seleccionada para la exposición «Pintores y escultores españoles» (1981-1986) de la Caixa de Pensiones, que trataba, en determinada medida, de plantear una muy particular semblanza de los primeros años ochenta en el embarullado panorama del país. «Horno Antiquus» y un «Interior» -el título es metonímico-, ambos del 85, valoraban, en una transición sin límites a la mística de los cenobios, la posibilidad única del paisaje y, a mi modo de ver, las figuras podrían quedar oscurecidas o incluso desaparecer sin perder aquel evidente atractivo de soledad. Incluso se entreveía lo que más tarde aislará como poética del enigma en la serie de los agujeros de la exposición Machón 87: la geografía rugosa del espacio tratado como campo de experiencia abstracto, liberando los fondos de muchas referencias, merced al equilibrio de unos elementos mínimos que eran suficientes para fijar la naturaleza, a secas. Es en este sentido, y es la volcada transición a la que hemos aludido -la obra del 86 que expone individualmente en febrero del 87- la depuración casi abstracta de la topografía como un estado del alma, mórbido o tenso, pero siempre vibrante, la figura -si existía- era un apéndice fugitivo, la ironía de la nueva ascesis que proponía la artista en un fragmento recortado de topos convertido en pintura. Y detrás, las presunciones que cada cual podría hacer, la lectura que necesariamente tendría que ir más allá del agujero que taladraba los territorios míticos o sobrevolaba la densidad pastosa de Hiperión, desde la que uno podría intuir el reciclaje pastoso, vitrificado quizá, de «el esperma de Europa». Sin embargo, todos los guiños no hacían más que certificar que Pilar Insertis había adquirido una solidez lingüística propia, su identidad parecía transparente en el mundo que sólo a ella pertenecía y si analizamos dos piezas del momento -al 86 me refiero-, como «Ogni pensiero vola» o «La ida», veremos que su vinculación ya no se establece a través de intermediarios admirados de los ochenta; su alusión a la Historia comienza a ser directa por la vía de la ascesis depurativa y uno puede encontrar en plena desnudez la pastosidad abstracta de Masaccio y la mística analítica del bodegonismo español. Pintura convertida en reflexión coagulada, paisajes que buscan trascender más allá de su propia significación visual.

Interesa  su propósito, a pesar de otras posibilidades, de traspasar el silencio del subsuelo que se prevé: «El agujero significaba una posibilidad abierta a algo, un lugar por donde salir o entrar. Los cenobios también eran agujeros, pero más una especie de reserva remota, intemporal. La idea del monasterio desde la antigüedad como lugar para preservar la ciencia y la cultura en épocas de decadencia o de guerra. En los agujeros puedes intuir algo, pero no puedes verlo y habrás de imaginar cualquier cosa».

La reflexión en primera persona, la necesidad de teorizar para luego vomitar el pensamiento hecho pintura, la mirada transgresora,  desvirtualizar el objeto de referencia o meterle otro bigote a la Gioconda. O el camino hacia el cultivo de una ironía mental que se transcribe con resultados extraordinarios, los de la última pintura de Pilar Insertis, a mi entender, de las pocas respuestas interesantes que parte de una posición conceptual, dimensionada en algo tan válido como el lienzo, sin acudir a los milagros impetratorios de los proliferantes mini Beuys españoles de tercera serie. En este sentido su última exposición madrileña de febrero del 88 y desde la experiencia pictórica, sin ceder un ápice???? a su conciencia moral de la práctica artística, ordenadora del recuerdo histórico, y de una ascesis profunda, reflejaba unos resultados poco comunes y una personalidad incuestionable, sin parangón, en un contexto de reduccionismo, geometría y readymadismo duchampiano. Y si se vuelve la cabeza a las múltiples exposiciones colectivas del paisaje cotidiano madrileño puede constatarse la ridiculez, en tantos casos, de la mirada ajena, de la referencia superficial, de la epidermis iconográfica que bebió el chorreo de Palermo, de Polke, de la herencia beuysiana o los estragos que hizo la puesta a punto de «El arte y su doble» de Cameron, por ejemplo. Reflejos delatados en su obviedad o inconsistencia de un eco alimentado por las selecciones que pretenden ser «europeístas» y que pueden permitir a un crítico de Art Press decir, cuando llega a Madrid, que los orgasmos de aquellos referentes también fecundaron en la capital de España.

Y es que si algo serio, a la luz de una conciencia paradigmática de la actualidad, se ha producido en España en el campo de la pintura es el trabajo reciente de Pilar Insertis. La serie de paisajes del 86 había sido un prolegómeno y después de la aludida reflexión: ¿Quién soy yo, a dónde va mi trabajo?» – el posado y lento proceso del 87 que tendría un modelo de respuesta, un genial guiño borgiano, tendiendo trampas al espectador en el último cuadro español, posterior al viaje neoyorquino: «Advertising memorial». Reproducibilidad de la imagen y su polivalencia como juego y pretexto para ironizar, permite ofrecernos una versión singularísima del cuadro dentro del cuadro, del concepto irónico de la identidad como memoria encontrada en la densidad del espacio ordenado -orden e historia, he ahí dos palabras claves ra comprender las transgresiones de Pilar Insertis- en torno al otro yo del collage de la figura infantil (la propia pintora) que se repite. La afirmación y la negación, a la vez, como juego creador. La genial -y permítaseme ser maximalista- versión en clave española, de la mística zurbaranesca, con ecos profundos de encarnadura del Cuatrocientos italiano, para interpretar todos los equívocos duchampianos. Y en este sentido no puedo eludir la magistral interpretación del equívoco y la meta ironía del Octavio Paz de «Los hijos del limo», la definición más clara sobre la solución heroico-burlesca de Duchamp y Joyce cuando traspasan el valor del objeto y van más allá, a su funcionamiento, de manera que la «solución sería la no solución». 0, en otras palabras, la pintura como la crítica del objeto pintado y del ojo que lo mira. Una memoria sin memoria a través del juego. Las trampas que nos tiende, en este caso, la pintora. «Advertising memorial» podría responder, pues, a ese juicio de Paz de meta ironía liberadora, la que «libera a las cosas de su carga de tiempo y a los signos de sus significados. El juego de los opuestos que disuelve sin resolverla, la oposición entre ver y desear, erotismo y contemplación, arte y vida».

El contrapunto necesario nos permitiría, entonces, evocar lo que «Advertising memorial» tenía de precedencia y situar, lejos de todos los azares, la seguridad de un proceso conscientemente buscado y deseado que se liga, en los conceptos, al pasado y que define la sólida actualidad de la artista. En un texto prefacio del catálogo de su última exposición que yo titulé «Buscar el orden en la historia» traté de posicionar lo que, a mi entender, aportaba su reciente trabajo, a partir de unas fuentes que Pilar Insertis disecciona con rigor comedido en el espacio real de sus cuadros y en el imaginado, en la regulación pausada que propone cada obra como un problema diferente, guiado, no obstante, por el filamento laberíntico de la trascendencia. A veces resulta religiosa, siempre severa, y el paisaje, que se oculta ahora en la inmensidad del espacio geométrico, apela directamente al orden que asume como herencia histórica, ya sea la del Renacimiento o su revisión por la horizontalidad silenciosa de los metafísicos, ya sea por el Barroco austero, ya por un pensamiento que se ha gestado en el Oriente. Y desde los angelotes de una hipotética gloria barroca, revoloteando en torno a Espíritu Santo, a la austeridad de «Li-tai-pei», la escenografía de «Wang-we» o un artesonado sin fin de «Senza nesso» nos invita a un diálogo operativo desde la práctica de una reflexión que llega a invertir el proceso iniciado en los ochenta. Si antes las imágenes impactaban por la elocuencia, ahora es la soledad escrutada en su propia medida la que se dice de sí misma, y las figurillas/collages que se incrustan en las hornacinas y pretenden aludir a «los vicios y las virtudes» constituyen ese elemento de choque necesario para que la mente trabaje una vez que la historia ha sido conscientemente descontextualizada -«el robo histórico», como lo llama la pintora-, hasta llegar al absurdo. Sin embargo, el resultado estético es de una pureza sorprendente y las composiciones se vertebran en esa asociación paródica que permite unir los mitos, lo gestual, la trasparencia, la veladura goyesca con el sueño, el ayer con el hoy, la obsesión con el equilibrio, la lógica con la «Epifanía» y la proporción áurea con el «Tubo de la risa».

«Si partes de la base de que con muchas pequeñas mentiras se puede construir una muy grande, semejante a una gran verdad, tendrás la explicación de mi premisa: utilizar el error, la imperfección, ironizar sobre todo, el equívoco, la anécdota a veces, para conseguir aludir a algo muy sagrado o muy trascendente. Todo así hace vibrar la superficie, porque debajo hay millones de cosas contradiciéndose.
Es como mirar el agua: por ella misma es grandiosa, pero aunque no se vea está llena de bichos absurdos».

Quizás esta parte del diálogo transoceánico complete mis propias intuiciones en un debate sobre los pequeños iconos, sobre los angelitos que son los espectadores para ella, pero que también acepta las múltiples lecturas de esa propuesta más allá de la ironía y del silencio que busca. Aunque, con contundencia, me hace entender que no trata de «explicar nada ni preguntar nada. Ni siquiera me interesa saber por qué paso horas en el taller y no en cualquier otra parte». Aunque interiorizando su ligazón a la pintura piensa que para ella ésta es un pretexto no casual sino amorosamente escogido: «yo formo parte de su proyecto y la pintura forma parte de mí, por lo que ambos estamos abiertos a continuos cambios». Y su posición acepta el gran reto, el vértigo y las situaciones límite -«el punto en el que las cosas dejan de ser lo que son para empezar a ser otras»-, porque si no uno no podría explicarse la meteórica ascensión en el viaje iniciado hace escasos años, obtener respuestas profundas de la historia ante los inquéritos continuos o poetizar, incluso, la llegada, desde el fondo de las cumbres imaginadas de su «Thiergarten» a las alturas que pueden alcanzarse: «Si yo tuviera vértigo estaría siempre al borde de los acantilados. Yo siento vértigo al pintar, pero la ventaja es que puedo tirarme al vacío y no morir». Afortunadamente, porque en la superficie ha encontrado siempre «infinitas cosas» que respondieron a sus deseos de un proyecto que ha terminado por fascinarle tanto como a nosotros su memoria pintada.